martes, 18 de mayo de 2010

Tan simple como un Domingo.

Traté de asesinar esa enfermedad del Domingo, esa infección que se propaga sin discriminación. Ésa que hizo creerme un suicida falaz, alguien que confundió la vida con melancolía. Y es tan simple como un Domingo diáfano, uno indiferente que no malgasta palabras para convencerme de que es Jueves y es mi amigo. Ambos sabemos que él esta aquí para inflamar la hoguera de mi pensamiento existencial.
Creéme, por favor, que en el siguiente octubre quiero enamorarme, ser feliz aunque caiga en la decadencia colectiva. Creé en estas palabras que parecen estar vacías, que me reflejan y me condenan, que me transforman en responsabilidad al imponerlas ante ti.
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Mientras en la oscuridad de la tarde, caminaba solo, por la plaza que cautivó alguna vez mi risa, me senté en un banco con su verde despintado. Tomé asiento, comencé a observar, a contemplar las figuras animadas que poseían ánimo. Y la congoja se sentó a mi lado, llevaba un vestido blanco, con un ramo de rosas chamuscadas, tan bellas como la pálida congoja. Con sus ojos violetas, con su cabello negro como el infinito del bostezo y esos brazos que eran el viento que acariciaba mi rostro, áspero y rocoso. Y cada caricia dolía un poco más, era como si ella leyese ese dolor desquiciado.
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La congoja tomó mi mano y me llevó al tobogán, donde se encontraba el sacerdote que proponía casarnos por el resto de nuestra existencia, al menos por el resto de la mía. Y en el trayecto hacia el tobogán, que me había hecho escapar alguna que otra sonrisa de chico, sentí un extraño goce. Imaginé mi vida de casado con la bella congoja, que durante tanto tiempo hizo que desde mi lápiz se escurrieran los versos más opacos de todos. Y en mis sueños me susurraba al oído: quiero casarme contigo. Reía, feliz, pérfida a su nombre. Me tomaba mis manos y las acariciaba, humedecía sus labios con los míos produciendo una sensación fría y adicta que el único significado que poseía era la renuncia a la escritura, aquella que me había besado primero.
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Pero, cariño, dime que me crees cuando te digo que prometí enamorarme en este Octubre sangriento y hermoso. ----------------------
Luego seguí imaginando.
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Me imaginé sin palabras. Tendido en una cama con mi futura esposa, usando un lenguaje que no me correspondía. Solo nos mirábamos el uno al otro y nos entendíamos, sentíamos el corazón resquebrajado de ambos, los ojos que ya no querían malgastar la visión, los labios que realizaban formas siniestras, que nunca imaginé hacerlas y lo mas complicado, entenderlas y sentirlas propias y con significado alguno. Era tener voz y no saber qué decir, porque sabíamos que nuestra voz viajaba mas allá del habla. Y los labios hablaban sin palabras, y por un momento me desesperé. Como cuando un niño se pierde en una plaza, entre la muchedumbre, y sobresaltado, y desesperado busca el abrazo de sus padres, con el miedo a punto de comerlo completamente.
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Me acercaba cada vez mas hacia aquel tobogán, hacia donde estaba ese sacerdote vestido de blanco, encarnando la palabra del señor, ese que creé en las utopías. Caminaba inseguro, de la mano de Congoja quien me aferraba con extrema prudencia, observando entre líneas el espejismo de una vida acobardada.
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Entonces realmente debía tomar una decisión, debía cerrar una puerta para que otra quedase abierta. No sabía con certeza que elegir, pero quien sabe con seguridad como debe hacerlo. Estadísticas, tarot, o algún tipo de revelación, delegamos responsabilidades, al igual que cuando hablamos, ya he dicho, no soy un esclavo de mis palabras sino responsable.
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Y creéme cuando dije que en ese Octubre quería enamorarme.
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Y me acercaba a ese sacerdote, quien no era sacerdote. Se podía observar la cara, no lo conocía. Una mirada fría pero con rasgos reconfortantes, sostenía entre sus manos una especie de cofre, con algo adentro, que reflejaba un brillo tenue y embrujaba el alma, me embrujaba. Pero no podía entenderlo, él nunca fue sacerdote, era una especie de cerrajero, que sostenía un pequeño baúl, con algo ciertamente extraño dentro, algo que parecía ser un libro en blanco, sordo y mudo.
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Finalmente nos acercamos ante el cerrajero, que sin ninguna introducción me entregó una llave. La sostuve entre mis dedos... comenzaron a temblar, a cada segundo sentía un dolor más agudo y punzante entre ellos. Pude notar que comenzaron a sangrar, lentamente, y a desgarrarse la piel, y más profundo, la carne. Percibí un perfume con aroma a dolor, proveniente de la congoja, su fragancia predilecta. Me aferró mi otra mano con fuerza.
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Estoy sangrando frente a ti. Desde mis manos chorrean gotas de identidad, me pides que renuncie a mi rostro y lo desfigure a una máscara. Quieres que encierre eso... eso que llamas eternidad.
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Congoja derramó un par de lágrimas... comenzó a llover y las gotas limpiaban la unión de sangre que nos quería unir, la que deseaba encarcelar mi corazón. Malgastó lágrimas como la malgasta un nene caprichoso cuando sabe que la carencia se avecina. Yo le reproché:
- Eres mi cielo nocturno, ahora que estoy a tu lado no permitas que amanezca.
Deslicé la llave entre mis dedos y la dejé caer, liberándome del sufrimiento.
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Creéme cuando digo que no miento, que aunque me personifique la mentira misma no miento.
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Y la plaza murió.
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Me encontraba en mi cuarto. Congoja me había abandonado.
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Me acerqué contento hasta mi escritorio donde siempre una pequeña lámpara de pocos watts quedaba prendida en las noches. Allí, un libro abierto descansaba, despojado de tinta y versos apócrifos. Uno que nunca toqué, nunca me atreví a escribir, porque en cierta forma, temía estropearlo, de malgastar sus hojas. Nunca lo toqué.
Y creéme cuando hablo de elecciones, cuando ellas vienen a mí y no las puedo elegir, me someten como cuando someto a las páginas de un cuaderno en blanco a perder su pureza.
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El libro se encontraba allí, abierto en la primera página, vacío, sin ninguna palabra adherida a su piel. Poseía la virginidad en su plenitud, era el secreto que solo yo sabía y ocultaba. Me recordaba aquella hoja en blanco la importancia de los espacios vacíos, de la necesidad de rellenar y acomodar, de elegir y dejar, me recordaba que cualquier tipo de eternidad significa la desdicha. Me recordaba el apetito que poseía aquel monstruo sin habla, que no obstante estaba plagado de ilusiones a vender, se encontraba sediento por la sangre que escurría aquel lápiz horrendamente sentimental. Sin embargo no era suficiente, exigía cada vez más ese fluido sanguíneo. Absorbía cada gota de sangre, cada vocablo depresivo, cada sonrisa comparada, con ese apetito voraz me inculcaba la escritura. Y creéme cuando te escribo, cuando lo que devoras es mi vida.
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Y el Domingo quedó muerto, tendido congelado debajo de un desolado árbol de aquella plaza que se desvanecía en el ensueño.
Y las palabras de un extraño decían hasta mañana y no hasta nunca, teñidas en un rojo violento, disipándose en la piel de aquél libro. Y Volvió a ser virgen. Me devoró de nuevo.

1 comentario:

  1. Jeje.. creo que se comprueba que mientras más largo el post la gente firma menos. No?
    Bueno, yo lo leí (lo volví a leer) todo. Me gusta cómo van tomando vida las palabras... El domingo, la congoja, la plaza. Son todos personajes. Además, es un relato que aglutina muchas vivencias, muchos momentos..
    Un abrazo Juan!

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